El arte de hablar, el arte de reír, el arte de danzar, el arte de crear… son formas de expresión que transmiten conceptos, ideas, sentimientos.
El amor, el odio, la pasión… No lo compartimos con otros seres vivos. Es algo nuestro, nos pertenece desde los primeros hombres que se expresaban con dibujos en sus cavernas y que nos han permitido conocer nuestra historia, gracias a su arte. Lo que me diferencia del animal es la emoción, y en parte se convierte en el centro de mi existencia, por qué no de mi educación.
Nos convierten en calculadoras, en medidores y evaluadores de sistemas léxicos y semánticos, en seres analíticos que escrutan la sociedad para exprimirla y sacar el provecho que los gigantes necesitan para apoderarse del mundo. Pero no nos dejan bailar. No sin pautas, no sin horarios. No sin límites.
Desde que nacemos tenemos la vida estructurada en torno a unos parámetros aparentemente lógicos que nos van a permitir “vivir bien”. Estar encasillado de alguna manera nos conduce a una vida llena de clichés donde compartimos espacio con otros porque es lo que nos han dicho que deseamos, pero a los que no saludamos en el ascensor porque no disfrutamos de su compañía.
Y el error comienza en la infancia, en la que los niños no juegan, escuchan. Los niños no investigan, se les enseña. Los niños no resuelven problemas, aplican fórmulas establecidas.
En la escuela tenemos material, profesores formados y preparados para la vida moderna, sabemos idiomas… Pero no sonreímos. Al menos no con la sinceridad con la que lo hace un niño cuando descubre algo nuevo, o no con la satisfacción que le produce la sorpresa de algo distinto.
Podemos intercambiar cromos, podemos saltar a la comba, podemos practicar un deporte, pero seguimos sin crear, sin bailar.
Eduquemos en el arte. Hagamos del arte un modo de vida. Vivamos entonces siendo artistas con multitud de vías de expresión. Bailemos.